sábado, 28 de junio de 2008

Tierra!

Cuando la niebla levantó el sol apenas había salido, la brisa era fría y me azotaba con fuerza la cara, enfoqué la vista entrecerrando los parpados hasta distinguir entre los jirones de bruma la silueta de lo que parecía ser tierra; me alcé apoyándome con una mano en la borda del pequeño esquife para poder ver mejor y con la otra intentando parar un poco los rayos del sol. Efectivamente, tierra.

El corazón me dio un vuelco, ¿la habríamos encontrado de verdad?; el mar estaba bastante más en calma de lo que había estado en los dos últimos días, ya no rugía furioso, parecía que al fin podíamos pasar.

Aparté la mirada, reticente, como con miedo a que se escapara la imagen que tanto había anhelado ver, y le miré, él también se había dado cuenta; así como el viejo pescador que gobernaba el esquife, y en estos momentos ponía rumbo hacia la Isla.

Avanzada la mañana pudimos contemplar la isla con mayor claridad, una enorme playa de arena de un blanco iridiscente cubría la costa dando poco a poco paso a un frondoso bosque de un verde más verde de lo que había visto jamás que se extendía hacia el este, unos acantilados de piedra negra hacia el oeste coronados por unas murallas casi tan blancas y resplandecientes como la arena de la playa, por fuera de las mismas, unas pocas casas de piedra y madera salpicaban el paisaje, y dentro de ellas se podían ver las torres y tejados de la ciudad. La arquitectura de los edificios no se podía comparar en nada a las creaciones humanas, delicada en apariencia, demasiado esbelta y armoniosa.

A medida que nos fuimos acercando a la playa cada detalle nuevo que descubríamos lo íbamos comentando con asombro. Cuando estuvimos lo suficientemente cerca vimos que un grupo armado montado a caballo se acercaba a la playa, parecía que íbamos a tener un “cordial” recibimiento.